jueves, 5 de marzo de 2009

David Livingstone, el buscador de ríos

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Apuntes - por Pilar Alonso

“Si alguna vez vais a África, que Dios os conceda un compañero tan leal y tan noble como David Livingstone”.
Henry Stanley
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Hay tierras que le ganan a uno el alma sin remedio, y algo así fue lo que tuvo que sucederle a David Livingstone con África.

Explorador, médico y misionero, este escocés nacido en 1813 fue uno de los hombres más queridos y admirados de su tiempo. Desde que en 1840 desembarcara en El Cabo, Sudáfrica, exploró gran parte del desconocido continente y realizó descubrimientos de la importancia de las cataratas Victoria, además de ser el primer europeo en recorrer el África central de costa a costa.

Se casó con la hija de otro misionero, Mary Moffat, con quien tuvo varios hijos y que compartió con él muchas de sus penalidades, que, en aquellas tierras tan a menudo hostiles, no debieron ser pocas. Cada vez que regresaba a Inglaterra era recibido con honores y sus libros y conferencias eran todo un éxito.

La última vez que regresó a África lo hizo solo, Mary Livingstone lo seguiría más de tres años después. Su sueño, su reto: descubrir el nacimiento del Nilo. Poco después de reunirse con su esposa, en enero de 1862, ésta fallecía de unas fiebres junto al río Zambeze.

Malaria, disentería, hormigas soldado, serpientes, leones... Livingstone padeció todo tipo de fiebres y enfermedades, que fueron minando su salud, sin contar con el inmenso desgaste que supuso batallar con los nativos para erradicar la esclavitud o, llegado el caso, tratar de cristianizarlos.

El periodista del The New York Herald, Henry Stanley, partió en su busca cuando se le dio por desaparecido, y pronunciaría, al encontrarse con él junto al lago Tanganika, aquella famosa frase “El doctor Livingstone, supongo”, que dio lugar a la leyenda. Poco después de marcharse, sin haber convencido al explorador de regresar con él a Inglaterra, pese a su delicado estado de salud, Livingstone, cada vez más enfermo, fallecía de unas fiebres en la aldea de Chitambo, en la actual Zambia. Era el 1 de mayo de 1873.

Souzi, Chouma y Wainwringt, sus fieles servidores, lo encontraron muerto, arrodillado junto a su cama en actitud de orar. “El buscador de ríos”, como era conocido en muchas partes de África, se había ganado el respeto de aquellas gentes, y ellos consideraron que era su deber transportar el cadáver hasta la costa y entregárselo a los hombres blancos.

Decidieron embalsamarlo y le extrajeron las vísceras. El corazón fue depositado en una caja y enterrado bajo un árbol, a gran profundidad, para evitar que las alimañas pudieran desenterrarlo. El resto del cuerpo fue momificado, envuelto en una tela y transportado durante diez meses por sus hombres, hasta que fue entregado en Zanzíbar en febrero de 1874.

Fue enterrado en la abadía de Westminster en abril de ese mismo año, con la asistencia de las personalidades más relevantes de la sociedad. Jacobo Wainwringt, en representación de sus compañeros africanos, fue uno de los portadores del féretro.

Sus restos descansan junto a reyes y personalidades de la talla de Lord Byron, Charles Darwin, Isaac Newton o Charles Dickens.

Pero su corazón se quedó en África, en la tierra que amaba y en la que pasó la mayor parte de su vida. Creo que es lo que él hubiese querido.
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