Apuntes - por Pilar Alonso
Noche de luna llena. En una calle de Birmingham, Inglaterra, un grupo de hombres abandona un edificio. Son miembros de la Sociedad Lunar, lunáticos, como acabarán llamándose. Sólo celebran sus reuniones las noches en que la luz de la luna puede guiar sus pasos de vuelta a casa. Birmingham aún no dispone de alumbrado público.
Erasmus Darwin (1731-1802), abuelo de Charles Darwin, es médico, inventor, botánico, poeta y filósofo y en 1753 miembro fundador, junto a Matthew Boulton, de la Sociedad Lunar. Se reúnen en su casa o en la de otro y discuten, a puerta cerrada, sin orden del día y sin dejar constancia de sus reuniones, de política y dinero, de arte, medicina, botánica, ciencia y tecnología.
Entre los integrantes de dicho club, que nunca sobrepasará los catorce miembros, figuran los ingenieros Matthew Boulton y James Watt (sí, el de la máquina de vapor), el alfarero Josiah Wedgwood, el químico Joseph Priestly o el médico y botánico William Withering. Pero además reciben a otros invitados o se cartean con hombres de la talla de Benjamin Franklin, el pintor Joseph Wright, Thomas Jefferson y Jean Jacques Rousseau.
Los imagino entre el humo de las pipas y las copas de licor, reunidos en una biblioteca atestada de libros, en la que no falta una chimenea encendida. Allí, sobre el tapete, se debate todo lo debatible y germinan adelantos médicos y botánicos, los embriones de la teoría de la evolución, inventos capaces de cambiar el mundo o ideas revolucionarias susceptibles de mejorarlo. Esos hombres, integrantes de un club extraordinario, cincelan a golpe de palabra un pedazo del futuro.
En 1813 se celebra la última reunión. La mayoría de los lunáticos ha muerto y los que aún sobreviven son demasiado mayores como para que les pueda inquietar el porvenir.
Erasmus Darwin (1731-1802), abuelo de Charles Darwin, es médico, inventor, botánico, poeta y filósofo y en 1753 miembro fundador, junto a Matthew Boulton, de la Sociedad Lunar. Se reúnen en su casa o en la de otro y discuten, a puerta cerrada, sin orden del día y sin dejar constancia de sus reuniones, de política y dinero, de arte, medicina, botánica, ciencia y tecnología.
Entre los integrantes de dicho club, que nunca sobrepasará los catorce miembros, figuran los ingenieros Matthew Boulton y James Watt (sí, el de la máquina de vapor), el alfarero Josiah Wedgwood, el químico Joseph Priestly o el médico y botánico William Withering. Pero además reciben a otros invitados o se cartean con hombres de la talla de Benjamin Franklin, el pintor Joseph Wright, Thomas Jefferson y Jean Jacques Rousseau.
Los imagino entre el humo de las pipas y las copas de licor, reunidos en una biblioteca atestada de libros, en la que no falta una chimenea encendida. Allí, sobre el tapete, se debate todo lo debatible y germinan adelantos médicos y botánicos, los embriones de la teoría de la evolución, inventos capaces de cambiar el mundo o ideas revolucionarias susceptibles de mejorarlo. Esos hombres, integrantes de un club extraordinario, cincelan a golpe de palabra un pedazo del futuro.
En 1813 se celebra la última reunión. La mayoría de los lunáticos ha muerto y los que aún sobreviven son demasiado mayores como para que les pueda inquietar el porvenir.
Y así muere también el club, de viejo, en una noche de luna llena en la que un grupo de hombres, en una calle de Birmingham, Inglaterra, abandona un edificio por última vez.
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