Edhasa, Noviembre 2010
Género: Novela
576 páginas
El Imperio romano, dividido en dos, se enfrenta a la amenaza de los bárbaros. Gala Placidia, asiste desde Roma al derrumbe del Imperio y a la ineptitud de su hermano Honorio, el emperador, y a la ambición de Olimpio, su consejero. Y en Constantinopla las cosas no son muy distintas.
Enamorada del general Estilicón, tratará de inmiscuirse en los asuntos de Estado para conseguir el poder que tanto ansía.
Mientras tanto, los godos, al mando del rey Alarico, se preparan para asaltar la ciudad de las siete colinas y destruir un Imperio ya debilitado. A raíz de su campaña, Gala Placidia se convertirá primero en rehén de los bárbaros y luego en esposa de Ataúlfo, sucesor de Alarico, con quien vivirá en Barcelona.
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En La sombra del mercenario (2007) Rufino Fernández nos aproximaba a la figura de Aníbal. En esta ocasión, sin abandonar la época romana, viaja varios siglos hacia delante para hablarnos de Gala Placidia. Bien pueden parecer los dos extremos de la historia de un imperio, y es que hablar de Gala Placidia es hablar de los últimos años de Roma.
Tras la muerte de Teodosio I el Grande, que convirtió el catolicismo en religión oficial, dejó el Imperio nuevamente dividido en dos para contentar a sus dos vástagos: Honorio y Arcadio, a cuál más inútil. Ya era larga la tradición de emperadores mediocres y si Teodosio se ganó el sobrenombre de “el Grande” fue en gran medida gracias a su relación con el catolicismo, que llegó a nombrarlo Santo. Lejos quedaban los tiempos de Julio César o de Octavio Augusto, o incluso la Roma de la República que brilló durante decenios sobre el Mediterráneo. Y a la bestia herida le salieron numerosas pulgas en forma, especialmente, de godos rubios y salvajes. Pocos años faltaban para que Atila y los hunos le dieran el golpe de gracia final a un Imperio que, para entonces, ya estaba muerto, dominado por las luchas intestinas y la ambición de un puñado de ineptos.
Rufino Fernández nos traslada a esos años, a comienzos del siglo V, cuando aún no estaba todo perdido y quedaban hombres de la talla del general Estilicón para guardar las puertas. Pero el héroe fue barrido por la ambición y la falta de miras de Honorio, y dejó el camino libre a Alarico y Ataúlfo, los reyes godos que mantuvieron en jaque a todo el Imperio.
Así como los hombres eran una sombra de aquellos que les habían precedido, no sucede lo mismo con las mujeres. Gala Placicia en Occidente y Pulqueria en Oriente iban a determinar el destino de muchos. ¡Qué emperadores se perdió Roma porque nacieron mujer! Y no olvidemos a Flavia Serena, la esposa del general caído en desgracia, que maniobró sin escrúpulos para situar en el trono a alguno de sus tres hijos.
En ese colorista entramado de traiciones e intrigas, Rufino Fernández nos muestra el ocaso de un gigante de la mano de aquellos que lo protagonizaron. Con un estilo diáfano y directo, nos relata los avatares de Gala Placicia y de Honorio, de Estilicón y Alarico, de Flavia Serena, de Pulqueria, y de otros muchos.
Gala Placidia, una joven caprichosa y consciente de sus virtudes, aprovecha éstas al máximo para tratar de maniobrar en la corte, moviéndose tras las sombras del trono y tratando de esquivar al consejero de su hermano: Olimpio, un ser rastrero y miserable por el que el lector siente una antipatía inmediata que no tarda en convertirse en odio. Todos tratan de hacerse con el poder de la forma que sea y para ello no dudan en recurrir a todo tipo de artimañas.
Y de fondo ese catolicismo que casi acaba de convertirse en la religión oficial del Imperio y que cuenta con varias corrientes de pensamiento. La facción que mejor sepa arrimarse a los poderosos de turno, será la que termine prevaleciendo sobre las demás y legando a la posteridad su propia visión de la fe.
La imagen que transmite la novela es de una decadencia absoluta, de una contaminación malsana que va corroyendo las entrañas del Imperio. El lector no puede dejar de alinearse en el bando de Alarico, el rey godo, uno de los pocos grandes hombres que parecen hollar aquella tierra. Pero la lepra que viene de Roma también envenena a aquellos que se enfrentan a ella, que también padecerán sus propias intrigas y sus propias traiciones.
Esta novela es un magnífico retrato de aquella época y de aquellos sucesos, narrada con fluidez, con amenidad y con ritmo. Se acompaña de un árbol genealógico, y de mapas y planos muy útiles para situarse en el espacio. Prima sobre todo la acción, y el escenario se perfila gracias a los diálogos de los personajes. No hay espacio para las descripciones pormenorizadas o las reflexiones intimistas. Los protagonistas son los hechos, algunos de gran belleza épica – como el final de Estilicón o el entierro de Alarico –, y son ellos los que nos hablan del final de una era.
Tras la muerte de Teodosio I el Grande, que convirtió el catolicismo en religión oficial, dejó el Imperio nuevamente dividido en dos para contentar a sus dos vástagos: Honorio y Arcadio, a cuál más inútil. Ya era larga la tradición de emperadores mediocres y si Teodosio se ganó el sobrenombre de “el Grande” fue en gran medida gracias a su relación con el catolicismo, que llegó a nombrarlo Santo. Lejos quedaban los tiempos de Julio César o de Octavio Augusto, o incluso la Roma de la República que brilló durante decenios sobre el Mediterráneo. Y a la bestia herida le salieron numerosas pulgas en forma, especialmente, de godos rubios y salvajes. Pocos años faltaban para que Atila y los hunos le dieran el golpe de gracia final a un Imperio que, para entonces, ya estaba muerto, dominado por las luchas intestinas y la ambición de un puñado de ineptos.
Rufino Fernández nos traslada a esos años, a comienzos del siglo V, cuando aún no estaba todo perdido y quedaban hombres de la talla del general Estilicón para guardar las puertas. Pero el héroe fue barrido por la ambición y la falta de miras de Honorio, y dejó el camino libre a Alarico y Ataúlfo, los reyes godos que mantuvieron en jaque a todo el Imperio.
Así como los hombres eran una sombra de aquellos que les habían precedido, no sucede lo mismo con las mujeres. Gala Placicia en Occidente y Pulqueria en Oriente iban a determinar el destino de muchos. ¡Qué emperadores se perdió Roma porque nacieron mujer! Y no olvidemos a Flavia Serena, la esposa del general caído en desgracia, que maniobró sin escrúpulos para situar en el trono a alguno de sus tres hijos.
En ese colorista entramado de traiciones e intrigas, Rufino Fernández nos muestra el ocaso de un gigante de la mano de aquellos que lo protagonizaron. Con un estilo diáfano y directo, nos relata los avatares de Gala Placicia y de Honorio, de Estilicón y Alarico, de Flavia Serena, de Pulqueria, y de otros muchos.
Gala Placidia, una joven caprichosa y consciente de sus virtudes, aprovecha éstas al máximo para tratar de maniobrar en la corte, moviéndose tras las sombras del trono y tratando de esquivar al consejero de su hermano: Olimpio, un ser rastrero y miserable por el que el lector siente una antipatía inmediata que no tarda en convertirse en odio. Todos tratan de hacerse con el poder de la forma que sea y para ello no dudan en recurrir a todo tipo de artimañas.
Y de fondo ese catolicismo que casi acaba de convertirse en la religión oficial del Imperio y que cuenta con varias corrientes de pensamiento. La facción que mejor sepa arrimarse a los poderosos de turno, será la que termine prevaleciendo sobre las demás y legando a la posteridad su propia visión de la fe.
La imagen que transmite la novela es de una decadencia absoluta, de una contaminación malsana que va corroyendo las entrañas del Imperio. El lector no puede dejar de alinearse en el bando de Alarico, el rey godo, uno de los pocos grandes hombres que parecen hollar aquella tierra. Pero la lepra que viene de Roma también envenena a aquellos que se enfrentan a ella, que también padecerán sus propias intrigas y sus propias traiciones.
Esta novela es un magnífico retrato de aquella época y de aquellos sucesos, narrada con fluidez, con amenidad y con ritmo. Se acompaña de un árbol genealógico, y de mapas y planos muy útiles para situarse en el espacio. Prima sobre todo la acción, y el escenario se perfila gracias a los diálogos de los personajes. No hay espacio para las descripciones pormenorizadas o las reflexiones intimistas. Los protagonistas son los hechos, algunos de gran belleza épica – como el final de Estilicón o el entierro de Alarico –, y son ellos los que nos hablan del final de una era.
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