Reseña - por Pilar Alonso
Editorial Bóveda, 2009
Género: Novela histórica
504 páginas
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En los primeros años del siglo XIX pululan por Londres varios grupos dedicados al robo de cadáveres para cubrir las necesidades de las escuelas de medicina. Mathew Hawkwood, antiguo soldado y ahora un runner de Bow Street, es designado para llevar el caso.
Al mismo tiempo, desaparece de un manicomio un coronel cirujano del ejército, y para hacerlo ha recurrido al asesinato. Hawkwood también deberá encargarse de ese asunto, sin saber que ambos están relacionados.
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Es difícil tratar de imaginar el trabajo de los médicos en la primera mitad del siglo XIX, cuando aún se ignoraban tantas y tantas cosas sobre el funcionamiento del cuerpo humano. Muchos adelantos se debieron a la oportunidad que tuvieron muchos de ellos de trabajar con cadáveres, en ocasiones en la clandestinidad hasta la Ley de Anatomía de 1832. Y ese tema es el que subyace bajo la trama de El Resucitador, novela en la que un grupo de ladrones de cadáveres suministran material a las distintas escuelas de medicina de Londres.
Pero la novela va mucho más allá de la simple anécdota y muestra un aspecto aún más sórdido en el ya de por sí morboso asunto. Cómo esos ladrones arrancaban los dientes a los muertos y los vendían a los dentistas, que luego éstos colocaban en las bocas de ciudadanos pudientes, o cómo los restos de los cuerpos eran hervidos para fabricar velas y jabón.
Todo eso, que parece sacado de cualquier película de terror, no es producto de la desbordante imaginación del autor, como él mismo reconoce al final del libro, donde incluso nombra algunas obras que ha consultado para esta novela.
Como siempre, los ricos escapaban a este tipo de prácticas. Ellos podían pagarse mausoleos, lápidas de piedra y rejas metálicas para resguardar su lugar de descanso. Los pobres debían conformarse con, en el mejor de los casos, un ataúd de madera mala y un entierro a pocos palmos del suelo, lo que favorecía mucho la tarea de los ladrones.
El autor ha sabido plasmar con acierto todo ese entramado y el mercado existente para dichas mercancías. Pero además ha sabido trasladarnos a un Londres muy alejado de la imagen glamourosa de los poderosos, creando una atmósfera lúgubre y maloliente, repleta de malhechores y tabernas, de callejones e inmundicia.
Y en medio de todo ello, la historia de un coronel del ejército, cirujano de profesión, que ha huido de un manicomio y de su perseguidor, Hawkwood, un runner de Bow Street, el cuerpo de policía que daría origen a Scotland Yard. Mientras Hawkwood persigue a su asesino se adentrará en el submundo más mórbido de la ciudad, y descubrirá más de lo que nunca hubiese deseado saber.
La novela contiene algunos detalles sobre la medicina de la época de lo más interesantes, especialmente una operación de cálculos en la vejiga que tiene lugar en un aula repleta de estudiantes y que ilustra a la perfección el modo en el que tanto cirujanos como pacientes debían enfrentarse, con los escasos medios de los que disponían, a operaciones que hoy resultan casi banales.
La novela tiene ritmo, buenos personajes, un argumento atractivo y una atmósfera bien definida. Necesitaría, no obstante, una revisión. En ocasiones no existe separación alguna entre escenas y hay algunas erratas. Y, no sé si por obra del autor o del traductor, hay varias expresiones modernas que, además de ser incongruentes, restan autenticidad a una obra que, por lo demás, está bien ambientada y concebida.
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Pero la novela va mucho más allá de la simple anécdota y muestra un aspecto aún más sórdido en el ya de por sí morboso asunto. Cómo esos ladrones arrancaban los dientes a los muertos y los vendían a los dentistas, que luego éstos colocaban en las bocas de ciudadanos pudientes, o cómo los restos de los cuerpos eran hervidos para fabricar velas y jabón.
Todo eso, que parece sacado de cualquier película de terror, no es producto de la desbordante imaginación del autor, como él mismo reconoce al final del libro, donde incluso nombra algunas obras que ha consultado para esta novela.
Como siempre, los ricos escapaban a este tipo de prácticas. Ellos podían pagarse mausoleos, lápidas de piedra y rejas metálicas para resguardar su lugar de descanso. Los pobres debían conformarse con, en el mejor de los casos, un ataúd de madera mala y un entierro a pocos palmos del suelo, lo que favorecía mucho la tarea de los ladrones.
El autor ha sabido plasmar con acierto todo ese entramado y el mercado existente para dichas mercancías. Pero además ha sabido trasladarnos a un Londres muy alejado de la imagen glamourosa de los poderosos, creando una atmósfera lúgubre y maloliente, repleta de malhechores y tabernas, de callejones e inmundicia.
Y en medio de todo ello, la historia de un coronel del ejército, cirujano de profesión, que ha huido de un manicomio y de su perseguidor, Hawkwood, un runner de Bow Street, el cuerpo de policía que daría origen a Scotland Yard. Mientras Hawkwood persigue a su asesino se adentrará en el submundo más mórbido de la ciudad, y descubrirá más de lo que nunca hubiese deseado saber.
La novela contiene algunos detalles sobre la medicina de la época de lo más interesantes, especialmente una operación de cálculos en la vejiga que tiene lugar en un aula repleta de estudiantes y que ilustra a la perfección el modo en el que tanto cirujanos como pacientes debían enfrentarse, con los escasos medios de los que disponían, a operaciones que hoy resultan casi banales.
La novela tiene ritmo, buenos personajes, un argumento atractivo y una atmósfera bien definida. Necesitaría, no obstante, una revisión. En ocasiones no existe separación alguna entre escenas y hay algunas erratas. Y, no sé si por obra del autor o del traductor, hay varias expresiones modernas que, además de ser incongruentes, restan autenticidad a una obra que, por lo demás, está bien ambientada y concebida.
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