Género: Novela
534 Páginas
Un día de verano el doctor Faraday es llamado a Hundreds Hall, la mansión de los Ayres. Farady ya había estado allí cuando era un niño y su madre una criada de la casa. Ahora descubre el deterioro de la finca, que ni la continua venta de tierras puede resolver.
La señora Ayres, aún una mujer elegante, mantiene como puede su dignidad entre paredes desconchadas, comidas por la humedad, y muebles desvencijados. Cuenta con la ayuda de su hijo Roderick, que ha vuelto de la guerra con cicatrices y enfermo de los nervios, y de su hija Caroline, que ha acudido para ayudarles.
Pero el doctor Faraday ha sido llamado para atender a Betty, la criada, una joven de catorce años que parece muerta de miedo. Asegura que en la casa se oyen ruidos y se percibe una presencia extraña.
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Esta historia transcurre en la Inglaterra rural posterior a la Segunda Guerra Mundial, una sociedad marcada por el declive de las clases terratenientes y por el auge de las fortunas basadas en el comercio o los negocios. De fondo, un país en plena reconstrucción, una posguerra marcada por el racionamiento y la miseria en la que miles de personas no podían atender sus necesidades básicas.
Sarah Waters disecciona el ocaso de la familia Ayres, dueña de Hundreds Hall, una propiedad que en otro tiempo era la envidia de sus vecinos. Y lo hace a través de los ojos del doctor Faraday, un hombre de origen humilde cuya familia realizó grandes sacrificios para proporcionarle una educación. Faraday, que visitó el lugar en su niñez, quedó prendado de él y a sus cuarenta años regresa a un lugar que no se parece en nada a su recuerdo.
El deterioro de Hundreds Hall es espectacular y Sarah Waters transmite perfectamente esa atmósfera de abandono y decadencia. Los personajes que la habitan no son más que la sombra de su esplendoroso pasado, acuciados por las necesidades de una propiedad que parece consumir sus escasos recursos y sus menguadas energías.
La novela transcurre pausadamente, con languidez, envolviéndonos en sus numerosas capas y atrapándonos en una intrincada tela de araña tejida con una sexualidad reprimida, cierto resentimiento social y una extraña presencia que parece contaminar toda la casa.
El doctor Faraday, que no tardará en hacerse amigo de la familia y en preocuparse sinceramente por su bienestar, terminará desarrollando cierto sentimiento de propiedad con respecto a la casa. La evolución del personaje resulta fascinante, el modo en que se involucra con los habitantes de la mansión, especialmente con Caroline, una joven de veintiséis años poco agraciada físicamente. Sus sentimientos con respecto a ella se van transformando a medida que transcurre la trama y resulta llamativo el modo en que le molesta la fealdad de la muchacha y su forma de vestir, que no hacen sino aumentar su escaso atractivo, como si de algún modo tuviera que compensar su físico con una indumentaria más elegante.
Cuando comiencen a producirse las primeras manifestaciones sobrenaturales, la reacción natural de Faraday consistirá en proporcionar explicaciones racionales y lógicas a cualquier fenómeno. Sin embargo, esas explicaciones no logran convencer a los habitantes de la casa ni, por supuesto, al lector. En algunos momentos esos fenómenos consiguen ponernos la piel de gallina y es que Sarah Waters es capaz de trasladarnos a la atmósfera malsana y deprimente de una mansión que se cae literalmente a pedazos. Habitaciones cerradas, manchas de humedad, paredes deterioradas, rincones oscuros, crujidos, susurros… un ambiente enrarecido que la prosa elegante y preciosista de la autora dibuja a la perfección.
El ocupante tiene un aire a la novela gótica del siglo XIX de lo más sugerente, una mezcla entre La caída de la casa Usher de Poe y Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Su calidad narrativa es innegable y su ambientación exquisita. La historia es inquietante, con algunos golpes de efecto estremecedores y con personajes complejos y magníficos.
Una novela deslumbrante.
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Sarah Waters disecciona el ocaso de la familia Ayres, dueña de Hundreds Hall, una propiedad que en otro tiempo era la envidia de sus vecinos. Y lo hace a través de los ojos del doctor Faraday, un hombre de origen humilde cuya familia realizó grandes sacrificios para proporcionarle una educación. Faraday, que visitó el lugar en su niñez, quedó prendado de él y a sus cuarenta años regresa a un lugar que no se parece en nada a su recuerdo.
El deterioro de Hundreds Hall es espectacular y Sarah Waters transmite perfectamente esa atmósfera de abandono y decadencia. Los personajes que la habitan no son más que la sombra de su esplendoroso pasado, acuciados por las necesidades de una propiedad que parece consumir sus escasos recursos y sus menguadas energías.
La novela transcurre pausadamente, con languidez, envolviéndonos en sus numerosas capas y atrapándonos en una intrincada tela de araña tejida con una sexualidad reprimida, cierto resentimiento social y una extraña presencia que parece contaminar toda la casa.
El doctor Faraday, que no tardará en hacerse amigo de la familia y en preocuparse sinceramente por su bienestar, terminará desarrollando cierto sentimiento de propiedad con respecto a la casa. La evolución del personaje resulta fascinante, el modo en que se involucra con los habitantes de la mansión, especialmente con Caroline, una joven de veintiséis años poco agraciada físicamente. Sus sentimientos con respecto a ella se van transformando a medida que transcurre la trama y resulta llamativo el modo en que le molesta la fealdad de la muchacha y su forma de vestir, que no hacen sino aumentar su escaso atractivo, como si de algún modo tuviera que compensar su físico con una indumentaria más elegante.
Cuando comiencen a producirse las primeras manifestaciones sobrenaturales, la reacción natural de Faraday consistirá en proporcionar explicaciones racionales y lógicas a cualquier fenómeno. Sin embargo, esas explicaciones no logran convencer a los habitantes de la casa ni, por supuesto, al lector. En algunos momentos esos fenómenos consiguen ponernos la piel de gallina y es que Sarah Waters es capaz de trasladarnos a la atmósfera malsana y deprimente de una mansión que se cae literalmente a pedazos. Habitaciones cerradas, manchas de humedad, paredes deterioradas, rincones oscuros, crujidos, susurros… un ambiente enrarecido que la prosa elegante y preciosista de la autora dibuja a la perfección.
El ocupante tiene un aire a la novela gótica del siglo XIX de lo más sugerente, una mezcla entre La caída de la casa Usher de Poe y Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Su calidad narrativa es innegable y su ambientación exquisita. La historia es inquietante, con algunos golpes de efecto estremecedores y con personajes complejos y magníficos.
Una novela deslumbrante.