jueves, 30 de junio de 2011

Historia torcida de la literatura - Javier Traité

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Reseña - por Pilar Alonso. Publicada originalmente en http://www.ciberanika.com/


Principal de los Libros, Noviembre 2010
Género: Ensayo - Divulgación
350 páginas


A pesar de todo lo que nos han hecho creer, la literatura no es aburrida y los libros no sirven únicamente para decorar estanterías o calzar mesas. La historia de la literatura está llena de novelas increíbles y autores inclasificables, vidas que superan la ficción y anécdotas desternillantes.

Javier Traité, librero de profesión y vocación, nos habla de estos autores y de sus obras como nadie antes se había atrevido. Con ironía y desenfado, con una inmensa cultura y un inagotable sentido del humor, recorre la historia de la literatura desde mucho antes de la invención de la imprenta hasta nuestros días. La épica de Gilgamesh, la Biblia, Shakespeare, El Quijote, Los miserables, Kerouac, Unamuno y muchísimos más tienen cabida en esta obra que es, por encima de todo, una divertida celebración de las letras.

(Sinopsis de la editorial)

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Explicar la Historia de la Literatura puede parecer así, a grandes rasgos, poco menos que una condena con varios sesudos volúmenes como grilletes. ¿Interesante? Sin duda. ¿Aburrida? Probablemente.

Javier Traité ha sabido extraer lo más suculento del tema y narrarlo de la forma más amena posible, y el resultado es este trabajo. Desde las tablillas sumerias hasta el siglo XX, el autor realiza un recorrido por la Literatura a través de obras o autores representativos de cada período, haciendo especial hincapié en aquellos que destacan por el carácter de sus trabajos o por su personalidad.

De forma rigurosa y al mismo tiempo entretenida, ese recorrido está salpicado de anécdotas, ironía y sentido del humor, y esa forma de exponer lo que a priori podría parecer un asunto farragoso, se transforma en una aventura divertida y enriquecedora. Como muestra, aquí van los títulos de algunos capítulos: Promotores del empanamiento; El amanecer de los golfos; Góngora y Quevedo: hostias en verso por las calles de Madrid; El hombre que no amaba el gazpacho; El último golfo de París

Es posible que el lector no esté de acuerdo con todas sus afirmaciones, aunque seguramente coincidirá con la mayoría de ellas, pero es innegable que el autor sabe argumentar sus opiniones, y que en muchas ocasionas incita a la lectura o re-lectura de algunos de los clásicos que nombra.

A pesar del tono desenfadado de la obra, Javier Traité es capaz de transmitir la pasión por los libros, y recordarnos a algunos grandes autores ya casi olvidados o descubrirnos pequeños tesoros.

Una magnífica obra en la que la cultura y el sentido del humor caminan de la mano. No se la pierdan.

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miércoles, 8 de junio de 2011

Los recolectores de suicidas - David Oppegaard

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Reseña - por Pilar Alonso. Publicada originalmente en http://www.ciberanika.com/



La Factoría de Ideas, Febrero 2011
Género: Novela
254 páginas


La Desesperación lleva más de cinco años asolando el planeta, cuyos habitantes mueren por su propia mano. Tras cada fallecimiento, un misterioso grupo acude para llevarse el cadáver: los recolectores de suicidas.

En un pequeño pueblo de Florida, un hombre llamado Norman y su vecino Pops son los únicos supervivientes. Hasta ellos llega el rumor de que en Seattle se está congregando una gran población y que un científico estudia una cura para la Desesperación.

Ambos deciden aventurarse en un viaje que les hará recorrer el país y les obligará a enfrentarse a las terribles consecuencias de un mundo dominado por la muerte.
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Al adentrarse en esta novela, el lector descubre con regocijo que en realidad no está todo escrito, que aún hay autores capaces de asombrarnos con una historia original e inteligente. Ése es el caso de David Oppegaard con Los recolectores de suicidas, su primera obra publicada, y nominada al premio Bram Stoker.

La historia se ambienta en un mundo post-apocalíptico, cinco años después de que se haya iniciado la Desesperación, un fenómeno que ha llevado a miles de millones de personas al suicidio. La idea de por sí ya resulta escalofriante. Si a ello le añadimos a una serie de personajes ataviados con túnicas negras, que aparecen cuando alguien se ha quitado la vida para llevarse su cadáver, tenemos un punto siniestro que pone los pelos de punta.

David Oppegaard comienza su historia en un pueblecito de Florida, donde sólo sobreviven tres personas de las más de cuatro mil con las que contaba. La sensación de soledad y vacío es abrumadora mientras el protagonista deambula por una población fantasma, cuyos edificios comienzan a mostrar los signos del declive y el abandono.

Cuando los supervivientes decidan marcharse hacia el norte, esa sensación los acompañará durante el camino, por unas carreteras a veces intransitables debido a los vehículos colisionados contra árboles, medianas o cualquier otro obstáculo. Y allá por donde pasen no hallarán sino pueblos y ciudades prácticamente deshabitadas. Nadie está libre de ser el siguiente, de sucumbir a la Desesperación y acabar con su vida. El autor llega a involucrar de tal forma al lector en la trama, que no deja de preguntarse si alguno de los protagonistas se convertirá en el próximo suicida, atento a sus reacciones, a sus palabras, a las situaciones que atraviesan.

Norman, el protagonista, es un hombre sencillo que sin quererlo se convierte en un héroe, en un referente. Abrumado por una realidad terrorífica, se pondrá en marcha para buscar la cura que se encuentra, según los rumores, en Seattle. Ese viaje sirve al autor para explorar la naturaleza humana a través del modo de afrontar la situación por parte de algunos sectores de la población: desde sectas religiosas, hasta comunidades organizadas para ayudarse unos a otros, pasando por rincones dominados por los instintos más primitivos.

El final de la historia resulta un tanto ambiguo, casi un misterio, pero ese detalle no le resta méritos a esta estupenda novela, inquietante, original y sorprendente, que tiene cierto aire a algunas obras de Stephen King.
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sábado, 4 de junio de 2011

La fragua de Vulcano - Diego Velázquez

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Arte - por Pilar Alonso




1630, óleo sobre lienzo, 223 x 290 cm, Museo del Prado (Madrid)
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Ese que ven a la izquierda con aspecto angelical es en realidad un chivato de mucho cuidado. Y el de poblado bigote que se lo mira con cara de pocos amigos representa a Vulcano (Hefesto en la mitología griega). El chivato, que no es otro que el dios Apolo, le está contando al herrero, delante de sus empleados (los Cíclopes), que su adorada esposa Venus está liada con Marte, dios de la guerra.

Para que la situación resulte aún más humillante, parece ser que la armadura que están forjando es precisamente para Marte, que digo yo si después de esto a Vulcano no se le pasó por la cabeza hacerla de papel de aluminio.

Vulcano, dios del fuego y la metalurgia, fue arrojado del Olimpo por haber nacido deforme y, al caer a la Tierra, se rompió además una pierna. Pese a su cojera y a su escasa belleza, se casó con Venus, la más hermosa de las diosas. Al parecer fue Júpiter quien le concedió su mano como recompensa por la edificación del palacio en el Olimpo.

De sus manos salieron los rayos de Júpiter, el tridente de Nepturno o el carro solar de Apolo, que ya vemos supo devolverle el favor, amén de escudos y armaduras para todos los héroes de la mitología. Y fabricó para su mujer las joyas más exquisitas, entre ellas un cinturón que al parecer la hacía aún más irresistible.

Tras conocer la infidelidad de Venus, Vulcano tejió una red casi invisible para atrapar a los amantes hasta que accedieran a dejar de verse, una red de la lograron finalmente evadirse.

El episodio en el que Vulcano conoce el adulterio de su mujer es el que Velázquez representó en esta pintura. En ella dotó a los dioses de apariencia humana, hombres musculosos y sudados trabajando el metal a grandes temperaturas. Así, la escena se nos antoja próxima, cotidiana, una visión muy distinta de los pintores italianos, que tendían a idealizar a sus personajes.

El cuadro, pintado en 1630 durante su primer viaje a Italia, perteneció a la colección privada de Felipe IV y sucesores hasta 1819, año en el que fue trasladado al Museo del Prado, donde hoy se puede visitar.


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