lunes, 11 de mayo de 2009

Una fuga de lo más desconcertante

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Apunte - por Borgoña
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A veces es difícil ponerse en la piel de la gente que vivió en épocas remotas. Incluso aquellos que siempre que podemos nos sumergimos en un libro o cualquier otra cosa que nos transporte a tiempos pasados, no podemos obviar el poso cultural y ético que hemos heredado de nuestras más inmediatas generaciones y difícilmente -por no decir jamás- podremos sentir o entender exactamente lo que los contemporáneos de otros siglos sintieron o creyeron.

Por eso tal vez será difícil que el siguiente episodio os ponga la carne de gallina si antes no hacéis un ejercicio de regresión genética. En ese caso, a lo mejor os pasa como a mí y entraréis a catalogar el hecho dentro de la categoría de los atracos o evasiones sublimes.

Me topé con la anécdota en la novela de Chufo Llorens, Catalina, la fugitiva de San Benito, así que a quien tenga pensado leérsela le recomiendo que no siga adelante, pues paso a desvelar una escena crucial. El autor especifica en una nota que está basado en un hecho histórico y mi firme intención era dar con él, pero mis dotes de investigador, he comprobado, son pésimas y no he hallado nada de nada al respecto. Pero la cosa iba, más o menos, de la siguiente forma:

España, siglo XVII. Imaginaos que sois un reo condenado por el Rey que va a ser ahorcado en pública ejecución. Ya estáis sobre el cadalso y no habrá Robin Hood que os salve. Bajo la tarima hay una nutrida guardia de alguaciles, corchetes y soldados, y toda la plaza está copada por una masa compacta de ciudadanos ansiosos por verte bailar sobre la cuerda, así que, en caso de huída, no te van a engullir y ocultar en plan “Evasión o victoria”. No sabes karate ni eres un antepasado del mago Copperfield para que puedas desaparecer a tu antojo. No puedes esperar clemencia del Rey ni aguardas a que llegue un jinete con unos valiosos documentos que han de salvarte in extremis.

El verdugo ya te ha puesto la soga al cuello y sólo tienes derecho a pedir un último deseo. Uno aceptable en tus circunstancias. Bien, pues… ¿Qué pedirías para salvarte?
En una situación parecida se encontraba Catalina, la protagonista de la novela de Chufo Llorens y, como ella, un presunto personaje real.

Pues bien, tú, que eres muy perspicaz, eliges recibir el cuerpo de Cristo por última vez en tu vida, aseverando que has sido recientemente confesado por un fraile en la húmeda mazmorra donde has pasado la noche. Y quedas ante todos como muy piadoso y la petición como muy venida al caso.

Así pues, suben un cura y un monaguillo y se ponen a consagrar la hostia sobre el cadalso. Con la fórmula habitual el clérigo te ofrece la oblea y tú la recibes beatíficamente en la boca.
Pero ten mucho cuidado de que no se te deshaga, porque… ¡Tachán! Segundos después te la sacas de la boca y la alzas sobre tu cabeza, mostrándosela a la concurrencia –has tenido la leche de que no te aten las manos atrás- y gritas:

- ¡Soy Iglesia! Que nadie ose tocarme.
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Y nadie osa tocarte. Nadie te pondrá un dedo encima, es más, cuando tranquilamente bajes del cadalso y abandones la plaza, siempre con la Sagrada Forma en alto, la gente, que te gritaba de todo menos guapo segundos antes, se irá abriendo para dejarte vía libre, reverenciando tu sagrada presencia. Y caminarás tranquilamente entre ellos y luego por la ciudad hasta que desees acogerte a sagrado en la iglesia que más te plazca, lugar donde por el tiempo, como seguramente sabréis, se acababa la jurisdicción real.

Habrá quien enseguida haya entendido el asunto, eso de "Soy Iglesia" y el por qué de que el reo se vuelva intocable. Por mi parte tuve que mirar la nota que explicaba el episodio. Pues bien, resulta que en el momento en que una hostia ha sido consagrada se convierte en el cuerpo de Cristo y por lo tanto, su portador, en la Sagrada Custodia, que vendría a ser un relicario donde se coloca la hostia una vez consagrada. Así pues, protegido por semejante estado divino, el reo se convierte en un ser intocable, al menos en una sociedad tan mística como la de entonces.

Como no he localizado el hecho histórico y no sé cómo acabó éste, ni si fue único, amén de que no soy una eminencia en lo que a religión y derecho se refiere, no puedo dar con las posibles incoherencias del asunto ni subrayar la efectividad real de la treta, pero así presentado, como he pretendido hacerlo o como me lo imaginé leyendo la citada novela, no cabe duda de que es una fuga desconcertante y de lo más ingeniosa.

Espero que después de haber captado vuestra atención, la anécdota no os haya decepcionado. A mí el asunto me llenó de estupor y lo guardo en una bodega de mi memoria junto a, entre otros episodios, el “Plan brillante” de Michael Caine o la evasión de “Cadena perpetua”.
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2 comentarios:

Blas Malo Poyatos dijo...

Alucinante fuga, en caso de ser real. Se ve que ese reo tenía conocimientos de Teología. Me encantan anecdotas como esta.

Un saludo

Historia y Libros dijo...

Pues sí, Blas, es una anécdota muy curiosa que Borgoña, colaborador esporádico de esta página, encontró mientras leía el libro y que bien merecía su espacio en esta sección.

Me alegra que te haya gustado.

Un abrazo