Artículo - por Pilar Alonso
La necesidad de viajar es intrínseca al ser humano, y, dependiendo del bolsillo de cada uno, ese deseo puede haberse visto cumplido o no. A pie, en carreta, en tren, barco o avión, todos y cada uno de nosotros ha realizado algún viaje en su vida, por corto que haya sido el trayecto. Pero sólo unos pocos tuvieron la suerte de hacerlo en el Orient Express.
Cuando el belga Georges Nagelmackers viajó a Estados Unidos alrededor de 1870 descubrió los coches cama que el magnate ferroviario George Mortimer Pullman había puesto en marcha. Encantado con la idea, regresó a su país y fundó la Compagnie Internationale des Wagons-Lits. Su objetivo: construir un tren de lujo que pudiera atravesar toda Europa. Con el apoyo de Leopoldo II de Bélgica llevó a cabo su plan, que no fue tarea fácil. Poner de acuerdo a varios países, con sus respectivas compañías ferroviarias, sus sistemas aduaneros y sus distintas burocracias, fue un trabajo de diplomacia al más alto nivel.
Pero al fin, superadas todas las barreras, el 4 de octubre de 1883, el Orient Express iniciaba su andadura en la estación de Estrasburgo. En el andén, banda de música y una multitud observando el evento. En el interior, algunos pasajeros y dos periodistas: uno del Times y otro de Le Figaro. El tren era un hotel de lujo: vagón restaurante con cubertería de plata, sábanas de seda, tapicerías de piel repujadas en oro, paredes de maderas nobles, aseos de mármol, agua caliente, calefacción central, luz de gas y unas gruesas y mullidas alfombras para amortiguar el traqueteo.
No puede decirse que este primer viaje fuese todo un éxito, pues no existían vías entre Bulgaria y Constantinopla, y la última parte del trayecto tuvo que hacerse en trenes convencionales y barcos, mucho más incómodos, hasta alcanzar la capital turca. Poco más de 81 horas llevó realizar el primer recorrido.
Quince años más tarde pudo por fin llevarse a cabo el viaje directo, en algo menos de tres días, entre París y Constantinopla. Cada martes y viernes, a las siete y media de la tarde, partía de París el lujoso tren, con diplomáticos. sultanes, hombres de negocios, aristócratas, artistas, banqueros y hasta espías como pasajeros. Había incluso quien tomaba el tren y se bajaba unas cuantas estaciones más adelante, sólo para poder disfrutar de su magnífica gastronomía.
Cuando el belga Georges Nagelmackers viajó a Estados Unidos alrededor de 1870 descubrió los coches cama que el magnate ferroviario George Mortimer Pullman había puesto en marcha. Encantado con la idea, regresó a su país y fundó la Compagnie Internationale des Wagons-Lits. Su objetivo: construir un tren de lujo que pudiera atravesar toda Europa. Con el apoyo de Leopoldo II de Bélgica llevó a cabo su plan, que no fue tarea fácil. Poner de acuerdo a varios países, con sus respectivas compañías ferroviarias, sus sistemas aduaneros y sus distintas burocracias, fue un trabajo de diplomacia al más alto nivel.
Pero al fin, superadas todas las barreras, el 4 de octubre de 1883, el Orient Express iniciaba su andadura en la estación de Estrasburgo. En el andén, banda de música y una multitud observando el evento. En el interior, algunos pasajeros y dos periodistas: uno del Times y otro de Le Figaro. El tren era un hotel de lujo: vagón restaurante con cubertería de plata, sábanas de seda, tapicerías de piel repujadas en oro, paredes de maderas nobles, aseos de mármol, agua caliente, calefacción central, luz de gas y unas gruesas y mullidas alfombras para amortiguar el traqueteo.
No puede decirse que este primer viaje fuese todo un éxito, pues no existían vías entre Bulgaria y Constantinopla, y la última parte del trayecto tuvo que hacerse en trenes convencionales y barcos, mucho más incómodos, hasta alcanzar la capital turca. Poco más de 81 horas llevó realizar el primer recorrido.
Quince años más tarde pudo por fin llevarse a cabo el viaje directo, en algo menos de tres días, entre París y Constantinopla. Cada martes y viernes, a las siete y media de la tarde, partía de París el lujoso tren, con diplomáticos. sultanes, hombres de negocios, aristócratas, artistas, banqueros y hasta espías como pasajeros. Había incluso quien tomaba el tren y se bajaba unas cuantas estaciones más adelante, sólo para poder disfrutar de su magnífica gastronomía.
La Primera Guerra Mundial interrumpió el servicio. Y fue en unos de sus vagones, aparcado en el bosque de Compiègne en París, donde se firmó el armisticio previo al Tratado de Versalles de 1918, que daba la guerra por concluida, vagón que fue destruido años más tarde por Hitler como revancha.
Tras la Gran Guerra, el servicio se reanudó, esta vez evitando pisar tierras germanas, según disponía una cláusula del Tratado. Y esos años, los dorados años veinte, fueron también los más glamorosos del Orient Express. Muchos jóvenes aristócratas viajaron en él, acompañados por música de jazz, champagne y las recientes modas. Nuevos vagones y nuevos lujos se pusieron a disposición de una juventud necesitada de diversión y frivolidad.
Con el crack de 1929 la situación se enrareció un tanto. Algunas amenazas terroristas, llegó incluso a colocarse una bomba en los raíles que hizo descarrilar el tren, restaron aún más atractivo a la idea de usar el Orient para cruzar Europa. Y así llegó la Segunda Guerra Mundial, que significó su fin.
El tren se desmembró, varios vagones fueron usados como convoyes por algunos dirigentes nazis, otros como burdeles y, al finalizar la contienda, el Orient Express había perdido toda su magia. El avión se consolidaba como medio de transporte, Europa estaba empobrecida tras tantos años de guerra y la Compagnie, para mantenerse a flote, ajustó sus presupuestos para no quedarse sin pasajeros, reduciendo muchos de los lujos que le habían hecho famoso.
La Guerra Fría, que obligaba a hacer paradas en todas las fronteras buscando espías en su interior, contribuyó a que cada vez resultara más desagradable su uso y, poco a poco, los viajes se fueron dilatando hasta que, en 1977, el Orient Express, que había cambiado de nombre un par de veces, realizó su último trayecto. Con él moría el sueño de Nagelmackers, fallecido en 1905, de construir una Europa unida gracias a su tren.
Siempre quise viajar en el Orient Express. De haber vivido en los años veinte, habría hecho cualquier cosa para subirme a él. Como consuelo me quedan las novelas de Agatha Christie, Laurence Durrell o Graham Greene, un puñado de películas y la visita que hice a la estación de Estambul, ahora un fantasma de lo que fue. Y me queda también la esperanza de poder viajar algún día en una de las dos líneas que funcionan en la actualidad, más bien turísticas, y que deben sus orígenes al Orient Express. Sólo que me contengo.
Sé que no será lo mismo.
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4 comentarios:
Estupendo artículo, Pilar. Yo tambi´ñen he leído y visto muchos libros y pelis sobre el Orient Express. Creo qe el de Graham Greene fue el último que leí. Es un tema atractivo, la frontera entre las dos grandes culuras, Oriente y Occidente, la aventura de deslizarse lentamente hacia el misterioso Este...Bueno, ya lo dices todo tú misama y muy bien.
Saludos!
Pido disculpas por la cantidad de fallos de teclado en mi anterior comentario...lo siento.
¡A mí también me gustaría viajar en el viejo Orient Express! Sobretodo en calidad de investigador privado (o ayudante) jeje Estuve en la estación de la que hablas de Estambul, la que tiene esa estatua de Ataturk sentado ¿no? viajé de noche desde allí hasta Bucarest, y fue uno de los mejores trayectos que recuerdo, quizás por las aventurillas que tuvimos, que apenas pegamos ojo. Eso sí, cansado, porque luego cogimos otro tren hasta Brasov. Esos trenes aún tienen encanto.
¡un saludo!
Pues la verdad, Julián, es que no recuerdo la estatua de Ataturk. Sólo recuerdo lo desvencijada que estaba la estación de Estambul, y cómo tras la capa del tiempo podía aún apreciarse su antiguo esplendor.
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